lunes, 18 de julio de 2011

Islas Virgenes


Cerca de Puerto Rico, este archipiélago británico propone olvidarse de todo y disfrutar de playas desiertas, fauna marina y mucha vegetación junto a personajes extravagantes y deportistas de alto vuelo



Más de cinco siglos transcurrieron desde que Cristóbal Colón dio con este archipiélago de 60 islas. Y pese a lo tecnológico, moderno, densamente poblado y vertiginoso que luce por estos días el mundo, la sensación de estar viviendo en otra época, con el tiempo suspendido, se percibe a cada paso -o a cada nado- en este recóndito destino en medio del Caribe, territorio británico de ultramar, donde la naturaleza parece ganarle la pulseada al hombre.
Estrés, ruido, edificios y gentío son términos que no figuran en los diccionarios de estas tierras. La virginidad está presente no sólo en la total ausencia de pobladores en algunas de las islas, sino en la cristalinidad de las aguas, la diversidad de animales marinos que las habitan, la naturalidad de los paisajes y la vegetación que nutre los morros. Emprender esta peculiar aventura es como volver el tiempo atrás: se trata de dejar de lado la prisa de la vida cotidiana para dejarse llevar por los pequeños secretos de la naturaleza.
La experiencia es de por sí singular desde el vuelo. Para llegar hasta las islas Vírgenes Británicas (BVI, por sus siglas en inglés) desde San Juan de Puerto Rico -uno de los tres lugares desde donde se puede acceder por vía aérea- hay que tomar una simpática aeronave de 11 metros de largo, que funciona con dos hélices y transporta sólo diez personas, incluido el piloto. El vuelo bajo permite observar con cierto detalle, durante 45 minutos, la soledad de las islas dispersas en la inmensidad del mar, las bahías naturales y la infinidad de tonos de azul que parece tener el agua que las rodea. Quitar los ojos de la ventanilla es una misión imposible por más Nobel de Literatura que se tenga entre manos. Una suerte de preludio de lo que vendrá...
Tortola, para navegar
El traslado desde el aeropuerto Terrance B. Lettsome, en Beef Island, hacia Tortola va a entregar los últimos rastros de urbanización hasta el día del regreso, porque luego los sentidos van a ser estimulados con deleites como la tranquilidad, los preciosos atardeceres, la navegación y el snorkeling en aguas transparentes.
Al igual que otras islas, Tortola posee una riquísima vegetación. Gracias a los morros de hasta 1700 metros de altura, el trayecto en auto (una rareza: se maneja por la izquierda, como en el Reino Unido, pero con autos importados de Estados Unidos, por lo que el volante también está a la izquierda) permite contemplar paisajes donde se mezclan tupidos bosques, maravillosas bahías que se forman en las costas y barcos que navegan las aguas de una isla a la otra.
Tortola es la más grande de las islas en las BVI y donde se concentra la mayor parte de la población (cerca de 20.000 habitantes, sobre un total de apenas 25.000). Su capital, Road Town, es la ciudad de mayor crecimiento en los últimos años; allí, además de pequeños centros comerciales, variedad de restaurantes y resorts, está uno de los puntos de inicio del viaje: Road Harbour, la capital mundial de la navegación. Es un puerto que cuenta con la mayor flota de alquiler de barcos, catamaranes, yates y veleros de todo el Caribe, con cerca de 700.
Poco después de las 19, cuando el sol apenas ofrece sus últimos destellos, los capitanes de los catamaranes coordinan el abastecimiento de todo lo que un hogar pueda necesitar -a excepción de aparatos tecnológicos, desde los alimentos hasta el kit de primeros auxilios- para embarcarse en una experiencia flotante durante siete días. La cena previa al comienzo de la aventura de surcar las islas transcurre entre los silencios de una noche con infinitas estrellas y la expectativa de lo que será una semana de navegación y relax por las aguas del Caribe.
La paradisíaca Virgin Gorda
"Conozco bastante las aguas de esta zona porque vivo en un barco, pero este lugar me parece fantástico para navegar: la temperatura es agradable, el viento no es tan fuerte y siempre estás rodeado de una vista espectacular." Son las ocho de la mañana y, en plena excursión hacia la isla de Virgin Gorda, el capitán Marc Weiser lanza esta atinada descripción de lo que es atravesar el canal Sir Francis Drake.
Verdadero hombre de mar, Weiser (estadounidense, 42 años) navega desde hace 15 las aguas del Caribe. Su misión es coordinar uno de los diez catamaranes que forman parte del BVI Kite Jam 2011, una exhibición anual de kiteboarding que reúne, durante una semana, a los mejores profesionales de una de las disciplinas de más crecimiento entre los deportes acuáticos en el mundo.
El pequeño y lujoso catamarán resulta ser mucho más que un barco como medio de transporte marítimo. Por las mañanas, nada es más placentero que un desayuno en la mesita ubicada en la popa, desde donde se ven las islas que van quedando atrás. Si el viento resulta manso, la cubierta permite disfrutar de una lectura relajada bajo el rayo del sol o brinda la ocasión ideal para obtener las mejores fotografías de paisajes surrealistas, producto de una visibilidad asombrosa. Con un poco de suerte, hasta se pueden divisar tortugas marinas. La desconexión con la vida ordinaria es tal que, literalmente, podría desatarse un golpe de Estado o una cruenta guerra que nos sería casi imposible enterarnos. Intentar conseguir acceso a Internet es inútil y, a la larga, innecesario.
Uno de los destinos favoritos de las embarcaciones es Liverick Bay, en el centro de Virgin Gorda, la más diversa y fascinante de las islas Vírgenes Británicas.
Es tiempo, entonces, de abandonar por unas horas la casa flotante para conocer la virginidad de las playas. La banda oeste de esta curvada isla es la que concentra los lugares más paradisíacos y, a la vez, los más despoblados. El acceso por tierra -las tarifas de los taxis oscilan entre los 10 y 15 dólares de ida por persona-, al igual que en Tortola, permite escalar hasta 1400 metros sobre el nivel del mar y, en el descenso, apreciar la soledad de las playas: Long Bay, Savannah Bay o Little Dix son bahías que hacen las veces de piletas naturales rodeadas de inmensas rocas, ideales para nadar, hacer snorkel o simplemente relajarse y desconectarse de la rutina diaria en arenas casi inmaculadas.
Pero quien visite este mágico archipiélago no podrá regresar a casa sin haber visitado The Baths. Se trata de una formación natural de rocas -son tantas y de tal tamaño que, en ciertos tramos, se convierten en cavernas- que desemboca en una ensenada que podría ser la envidia de cualquier acuario: con un simple equipo de snorkeling, se puede nadar en aguas transparentes entre peces de infinidad de colores, formas y medidas, todo en medio de curiosos arrecifes de corales.
Por la tarde, con una puesta de sol para no olvidar, los isleños -que contagian amablemente esa parsimonia llamada island time para justificar ciertas demoras- recomiendan una ronda de painkillers, el popular trago local hecho a base de ron, piña, jugo de naranja, crema de coco y nuez moscada. Tan dulce como autóctono.
Augusto Zabala, barman de Top of the Baths, sabe qué eligen los visitantes, en su mayoría de los EE.UU. y Europa. "El costo de algunas cosas aquí es elevado, pero la felicidad cuesta. Lo mismo que la tranquilidad que se respira: es única", indica este dominicano, que se vino a vivir hace cinco años a Virgin Gorda con su familia.
En el día posterior al regreso a casa podrá sentirse el mal de mar, donde parece que las veredas y los pisos se mueven. Y las bocinas de los autos en los embotellamientos darán la bienvenida a la Argentina, pero en el recuerdo quedará, imborrable, la experiencia única de haber visitado las islas Vírgenes Británicas.


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